Queridos hermanos:
¿Muy pesimista no? Y sin embargo no estamos lejos de todo esto. Todos estamos de acuerdo en las preguntas y enunciados que coloque antes. Sin embargo, Jesús nos dice: “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo.” (Jn 16,33). He aquí nuestra esperanza y confianza. He aquí la esperanza de tantos que luchan sin cesar por un mundo mejor, que son capaces de renuncias heroicas en pos de estos ideales.
Un mundo mejor no es una utopía, sino la esperanza de todo cristiano. Pero este mundo mejor sabemos que no lo vamos a disfrutar en esta vida, sino en la otra, con Dios. Lo que hagamos ahora es la preparación para esa vida eterna en la presencia del Padre, en la patria celestial. Aquí, en esta vida, caminamos en tribulación y esperanza: un binomio inseparable que conforma el vivir cristiano inmerso en un mundo lleno de dolor y pecado. Este mundo Dios lo transformará al final en aquello que el había querido desde el principio. Entonces, al final de todo, se restaurará el universo, y este mundo, tan lejos de Dios, se someterá enteramente a Él. Con los ojos fijos en esta esperanza futura el discípulo de Cristo es capaz de todo para que a esta patria muchos puedan llegar. No se conforma con llegar él solo. No. Quiere llevar a muchos, a multitudes, a naciones entera, pues todos caben en su corazón, ensanchado por la gracia y el mismo amor de Dios. No se contenta con pocos, con un grupo, un movimiento o una comunidad. Su mente esta en la salvación de todos y a esto apunta su corazón. Su alma no descansa hasta que vea a sus hermanos unidos también al mismo madero, el de la Cruz gloriosa de Cristo, y aunque todo aquello que dijimos al comienzo fuera cierto – y lo es – el no desfallece, porque no está solo, el Señor del universo corre a su lado.
Me imagino a cada cristiano ardiente y fervoroso por la salvación de las almas como a un soldado que corre por el campo de batalla, en medio de estallidos de bombas y el peligro de la muerte, recogiendo a sus compañeros heridos y cargándolos en sus hombros. Así vive el hijo de Dios conciente de su misión de cristiano: salvando heridos: heridos por el pecado, la miseria y el dolor, heridos por la desesperanza y las tentaciones, heridos por la soledad. Heridos por un mundo que a sus hijos los devora sin compasión. El discípulo los busca a estos hombres y mujeres para salvarles de la muerte – eterna – y curar sus heridas sin importar los peligros para su propia vida.
Jamás he visto a un verdadero cristiano tener miedo a lo que le pueda suceder. ¿Por qué? Porque confía en las promesas de su Señor, que nunca miente y que es siempre fiel. Por eso entrega su vida también como su Señor.
1 comentarios:
Hola, soy luis, un español, católkico que vive en Inglaterra. Tu blog, personal y profundo me ha parecido muy bueno y denota una fe profunda, serena y asentada. enhorabuena.
Mi blog, es este: http://elbaluartedeoccidente.blogspot.com/
Un abrazo
Luis
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